Zacur Córdova Mesina
Galilea en la época de nuestro Señor Jesuscristo
«Si alguien quiere enriquecerse, que vaya al norte; si desea adquirir sabiduría, que venga al sur.» Éste era el dicho con el que el orgullo rabínico distinguía entre la riqueza material de Galilea y la supremacía en erudición tradicional que pretendían las academias de la Judea propia. Pero, ¡ay!, no pasó mucho tiempo nates que Judea perdiera esta dudosa distinción, y que sus escuelas peregrinaran hacia el norte, acabando estableciéndose junto al lago de Genesaret, ¡y en aquella misma ciudad de Tiberias que antaño había sido condierada como inmunda! Ciertamente, la historia de las naciones registra el juicio de las mismas; y es exactamente significativo que la colección autoritativa de la ley tradicional judía, conocida como la Misná, y el llamado Talmud de Jerusalén, que forma su comentario palestinense, salieran finalmente de lo que fue originalmente una ciudad pagana, construida sobre el emplazamiento de unos viejos y olvidados sepulcros. Pero en tanto que Jerusalén y Judea fueron el centro de la erudición judía, no había terminos de menosprecio suficientemente duros para expresar el arrogante desdén con el que un rabinista normal consideraba a sus correligionarios del norte.
Las despreciativas palabras de Natanael (Jn. 1:46): «¿De Nazaret puede salir algo bueno?», suenan a un dicho común de este período; y la represión de los fariseos a Nicodemo (Jn. 7:52): «Escudriña y ve que de Galilea nunca ha surgido ningún profeta», fue salpicada con la burlona pregunta: «¿Acaso eres tú también galileo?» No se trataba meramente de una superioridad consciente, como la que los «de la ciudad», como solían ser llamados los habitantes de Jerusalén, se decía que exhibían comúnmente ante sus «primos del campo» y todos los demás, sino un desprecio ofensivo, expresado a veces con una zafiedad casi increíble, con una ausencia total de delicadeza y de caridad, pero siempre con mucha y piadosa autofirmación.
La frase «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lc. 18:11) parece el aliento natural del rabinismo en compañía de los iletrados, y de todos los que eran considerados inferiores intelectuales o religiosos; y la historia parabólica del fariseo y del publicano en el evangelio no es contado por la especial condena de aquella oración sino como una característica de todo el espíritu del fariseísmo, incluso al acercase a Dios. «Esta gente que no conoce la ley (esto es, la ley tradicional) son unos malditos.» Esta frase era el brusco sumario de la estimación que tenían los rabinos de la opinión popular. Llegaba a tal grado que los fariseos hubieran deseado excluirlos no sólo de las relaciones normales, sino de la capacidad de dar testimonio, y que incluso aplicaran al matrimonio con ellos un pasaje como Dt. 27:21.
La arrogancia y el orgullo de estos rabinos y fariseos
Pero si esto se considera como un extremo, dos ejemplos escogidos casi al azar, uno de la vida religiosa, y otro de la vida ordinaria, servirán para ilustrar su realidad. A penas si se podría imaginar un mejor paralelo de la oración del fariseo que lo que sigue. Leemos en el Talmud (Jer. Ber. VI. 2) que un célebre rabino, al salir cada día de la academia, oraba en estos términos: «Te doy las gracias, oh Señor mi Dios y Dios de mis padres, que tú hayas puesto mi parte entre los que frecuentan las escuelas y las sinagogas, y no entre los que van al teatro y al circo Porque tanto yo como ellos trabajamos y estamos expectantes —yo para heredar vida eterna, y ellos para su destrucción—.»
La otra ilustración, tomada también de una obra rabínica, es, si fuera posible, todavía más ofensiva. Resulta que el rabí Jannai, mientras viajaba, conoció a un hombre al que consideraba su igual. Llegó el momento en que su nuevo amigo lo invitó a comer, y puso delante de él abundacia de comida y bebida. Pero se habían suscitado sospechas en el rabí. Comenzó a probar a su anfitrión sucesivamente con preguntas sobre el texto de las Escrituras, sobre la Misná, interpretaciones alegóricas, y finalmente sobre sabiduría talmúdica. ¡Ay! En ninguno de estos puntos pudo satisfacer al rabí. Terminó la comida, y el rabí Jannai, que para aquel entonces indudablemente había expresado todo el desdé y menosprecio de un rabinista normal hacia los iletrados, pidió a su anfitrión, como era usual, que tomara la copa de bendición y que diera las gracias. Pero este último estaba ya lo suficientemente humillado, y respondió, con una mezcla de deferencia oriental y de modestia judía: «Que Jannai mismo dé las gracias en su propia casa.» «En todo caso», observó el rabí, «puedes unirte a mí»; y cuando el anfitrión hubo expresado su acuerdo, Jannai dijo: «¡Un perro ha comido del pan de Jannai!»
La región de Galilea, sus alrededores y aspectos propios de la vida religiosa y cultural
La historia imparcial, empero, debe registrar un juicio diferente sobre los hombres de Galilea que el dictado por los rabinos, y ello incluso en aquello por lo que eran menospreciados por los líderes de Israel. Algunas de sus peculiaridades, desde luego, se debían a circunstancias tereritoriales. La provincia de Galilea —cuyo nombre podría traducirse como «circuito»— comprendía las antiguas posesiones de cuatro tribus: Isacar, Zabulón, Neftalí y Aser. Este nombre aparece ya en el Antiguo Testamento (cf. Jos. 20:7; 1 R. 9:11; 2 R. 15:29; 1 Cr. 6:76; y especialmente Is. 9:1). En tiempos de Cristo se extendía hacia el norte a las posesiones de Tiro por un lado, y a Siria por el otro; al sur limitaba con Samaria, el monte Carmelo al oeste, y el distrito de Escitópolis (en Decápolis) al este, mientras que el Jordán y el lago de Genesaret constituían el límite oriental general. Así considerado, incluiría nombres a los que se unen reminiscencias como «los montes de Gilboa», donde «Israel y Saúl cayeron en mortandad»; el pequeño Hermón, el Tabor, el Carmelo, y aquel gran campo de batalla de Palestina, la llanura de Jezreel. Tanto el Talmud como Josefo la dividen entre la Alta y la Baja Galilea, entre las cuales los rabinos interponen el distrito de Tiberias como la Media Galilea. Nos viene a la memoria la historia de Zaqueo (Lc. 19:4) por la señal que dan los rabinos para distinguir entre la Alta y la Baja Galilea. La primera comienza allí «donde los sicómonos dejan de crecer». El sicómoro, que es una especio de higuera, no debe ser, naturalmente, confundido con el nuestro, y era un árbol de hoja perenne, fácilmente destruido por el frío (Sal. 78:47), creciendo sólo en el valle del Jordán, o en la Baja Galilea hasta la costa. La mención de este árbol puede también servirnos para determinar la localidad donde el Señor pronunció sus palabras en Lc. 17:6. Los rabinos mencionan Kefar Hananyah, probablmente la moderna Kefr Anan, al noroeste de Safed, como el primer lugar en la Alta Galilea. Safed era en verdad «una ciudad asentada sobre un monte»; y puede que estuviera a la vista del Señor cuando pronunció el Sermón del Monte (Mt. 5:14). En el Talmud es mecionada con el nombre de Zefath, y mencionada como una de las estaciones de señales desde donde se transmitía la proclamación de la nueva luna, hecha por el Sanedrín en Jerusalén, y con ella el principio de cada mes, mediante fogatas de colina en colina por toda la tierra, y al este del Jordán, cubriendo la gran distancia hacia los de la dispersión.
La zona montañosa en el norte de la Alta Galilea exhibía un maravilloso paisaje, con un aire fortificante. Es aquí que se da una parte del argumento del Cantar de los Cantares (Cnt. 7:5). Pero sus cuevas y fortalezas, así como el territorio pantanoso, cubierto de cañas, a lo largo del lago Merom, daban refugio a los bandidos, a los proscritos y a los caudillos rebeldes. Algunos de los personajes más peligrosos procedían de las tierras altas de Galilea. Algo más al sur cambiaba el paisaje. Al sur del lago Merom, donde el llamado puente de Jacob salva el Jordán, llegamos a la gran ruta de caravanas, que unía Damasco al este con el gran mercado de Tolemaida, en la costa del Mediterráneo. ¡Qué agitación presentaba continuamente esta vía en los tiempos de nuestro Señor, y cuántos oficios y ocupaciones suscitaba! Pasaban durante todo el día hileras de camellos, de mulas, de asnos, cargados de riquizas de Oriente destinadas al lejano Occidente, o llevando los lujos de Occidente al lejano Oriente. Aquí se veía a viajeros de todo tipo: judíos, griegos, romanos, moradores del Oriente. La constante relación con los extranjeros, y el establecimiento de tantos extranjeros a lo largo de una de las grandes rutas del mundo, tiene que haber hecho que el mezquino fanatismo de Judea fuera casi imposible en Galilea.
Estamos ahora en la Galilea propia, y apenas si se podría concebir una región más fértil o hermosa. Era verdaderamente la tierra donde Aser mojaba en aceite su pie (Dt. 33:24). ¡Los rabinos se refieren al aceite como fluyendo como un río, y dicen que era más fácil criar una plantación de olivos en Galilea que un niño en Judea! El vino, aunque no tan abundante como el aceite, era generoso y rico. El trigo crecía en abundancia, especialmente en las cercanías de Capernaum; también se cultivaba el lino. El costo de la vida era mucho más barato que en Judea, donde se decía que una medida costaba tanto como cinco en Galilea. Los frutos crecían también a la perfección; y eran probablmente debido a los celos por parte de los habitantes de Jerusalén que no permitieran que fuera vendido en la ciudad durante las festividades, para que los visitantes no llegaran a decir: «Hemos venido sólo a probar los frutos de Galilea.» Josefo se refiere al país en términos totalmente arrebatados. Cuenta no menos de 240 ciudades y pueblos, y dice que el más pequeño tenía ¡no menos de 15.000 habitantes! Esto, naturalmente, debe ser una gran exageración, ya que haría que el país tuviera una población dos veces más densa que los más densos distritos de Inglaterra o Bélgica. Alguien ha comparado a Galilea con los distritos manufactureros de Gran Bretaña. Esta comparación, naturalmente, es de aplicación sólo al hecho de su vida activa, aunque también se llevaban a cabo varias actividades industriales —grandes talleres de cerámica de diferentes tipos, y tintorerías—. Desde las alturas de Galilea el ojo reposaba sobre puertos, llenos de naves de mercantes, y sobre el mar, punteado con blancas velas. Allí, junto a la costa, y también tierra adentro, echaban su humo humo los hornos donde se hacía vidrio; a lo largo de la gran ruta se movían caravanas; en el campo y las viñas plantaciones frutales todo era actividad. La gran carretera atravesaba Galilea, entrando en ella por donde se salva el Jordán mediante el llamado puente de Jacob, tocaba luego Capernaum, descendía a Nazaret y proseguía hasta la costa. Ésta era una ventaja que tenía Nazaret: que estaba en la carretera del tráfico y la relación del mundo.
Otra peculiaridad es extrañamente desconocida por los escritores cristianos. Se sabe por los antiguos escritos rabínicos que Nazaret era una de las estaciones de los sacerdotes. Todos los sacerdotes estaban repartidos entre veinticuatro órdenes, uno de los cuales estaba siempre de servicio en el Templo. Ahora bien, los sacerdotes del orden que iba a estar de guardo siempre se reunían en ciertas ciudades, desde las que se dirigían juntos al Templo; los que no podían ir pasaban la semana en ayuno y oración por sus hermanos. Nazaret era uno de estos centros sacerdotales; así que por allí, cosa simbólicamente significativa, pasaban tanto los que efectuaban el tráfico del mundo como los que servían en el Templo.
Hemos hablado de Nazaret; y puede ser interesante echar una ojeada a otros lugares en Galilea que se mencionan en el Nuevo Testamento. Junto al lago se encontraba, al norte, Capernaum, que era una ciudad grande; cerca de ella estaba Corazín, tan célebre por su trigo que, si hubiera estado más cerca de Jerusalén, habría sido empleado para el Templo; también Betsaida, cuyo nombre, «casa de peces» indica su principal actividad. Capernaum era la estación en la que Mateo se sentaba en el banco de los tributos (Mt. 9:9). Al sur de Capernaum se encontraba Magdala, la ciudad de los tintoreros, el hogar de María Magdalena (Mr. 15:40; 16:1; Lc. 8:2; Jn. 20:1). El Talmud menciona sus tiendas y sus tejedurías de lana, habla de su gran riqueza, pero se refiere también a la gran corrupción de sus habitantes. Tiberias, que había sido construida poco antes del tiempo de Cristo, es sólo incidentalmente mencionada en el Nuevo Testamento (Jn. 6:1, 23; 21:1). En aquel tiempo era una espléndida ciudad, aunque principalmente de carácter pagano, cuyos magníficos edificios contrastaban con las casas más humildes comunes en la región. En el extremo meridional del lago se encontraba Tariquea, la gran pesquería, desde donde se exportaba pescado conservado en toneles (Estrabón, XVI. 2). Fue allí que, durante la gran guerra romana, se libró una especie de batalla naval, que acabó en una terrible degollina, en la que los romanos no dieron cuartel, con lo que el lago quedó teñido de rojo con la sangre de las víctimas, y la ribera quedó pestilente a causa de sus cadáveres. Caná de Galilea era la ciudad natal de Natanael (Jn. 21:2), donde Cristo llevó a cabo su primer milagro (Jn. 2:1-11); también fue significativa en relación con el segundo milagro que se vio allí, en el que el vino nuevo del reino fue por primera vez probado por labios gentiles (Jn. 4:46, 47). Caná estaba a unas tres horas al noroeste de Nazaret. Finalmente, Naín era una de las poblaciones más meridionales de Galilea, no lejos de la antigua Endor.
No debería sorprendernos, así, por interesante que pueda resultar, que las reminiscencias judías que hayan sido preservadas por los rabinos acerca de los primitivos cristianos estén principalmente localizadas alrededor de Galilea. Así, tenemos, en plena edad apostólica, una mención de curaciones milgrasosas afectuadas, en nombre de Jesús, por un cierto Jacob de Chefar Sechanja (en Galilea), oponiéndose en una ocasión uno de los rabinos en un intento de esta clase, muriendo el paciente durante la disputa; registros repetidos de discusiones con eruditos cristianos, y otras indicaciones de contactos con creyentes hebreos. Algunos han ido más allá, y han encontrado trazas de la general extensión de tales posturas en el hecho de que sea introducido un maestro galileo en Babilonia como proponiendo la ciencia de Merkabah, o las doctirnas místicas relacionadas con la visión de Ezequiel del carro divino, que ciertamente contenía elementos estrechamente aproximados a las doctrinas cristianas del Logos, de la Trinidad, etc. También se han sospechado posiciones trinitarias en la significación dada al número «tres» por un maestro galileo del siglo tercero, de esta manera: «Bendito sea Dios, que ha dado las tres leyes (el Pentateuco, los Profetas y os Hagiógrafos) a un pueblo constituido por tres clases (sacerdotes, levitas y laicos) por medio de aquel que era el más joven de tres (Mirian, Aarón y Moisés), en el día tercero (de su separación —Éx. 19:16), y en el mes tercero.» Hay además otro dicho de un rabino galileo, referido a la resurrección, que, aunque dista mucho de estar claro, puede que tenga una aplicación cristiana. Finalmente, el Midrás aplica la expresión «el pecador quedará en ella preso» (Ec. 7:26) al anteriormente mencionado rabí Jacob, cristiano, o a los cristianos en general, o incluso a Capernaum, con evidente referencia a la extensión del cristianismo allí. No podemos proseguir aquí este asunto tan interesante más allá de decir que encontramos indicaciones de que los judíos cristianos habían intentado introducir sus posturas mientras dirigían las devociones públicas en la sinagoga, e incluso de contactos con la secta inmoral y herética de los nicolaítas (Ap. 2:15).
En verdad, lo que no sabemos de los galileos nos prepararía para esperar que el evangelio fuera al menos escuchado con atención entre muchos de ellos. No se trata sólo de que Galilea fuera la gran escena d ela obra y enseñanza de nuestro Señor, y el hagor de sus primeros discípulos y apóstoles, ni tampoco que la frecuente relación con los extraños debe haber tenido a eliminar los estrechos prejuicios, mientras que el menosprecio de los rabinistas contribuiría a la pérdida de ligazón con el más estricto fariseísmo, sino que, tal como nos es descrito su carácter por Josefo, e incluso por los rabinos, parecen haber sido una raza generosa, impulsiva y de gran corazón —intensamente nacionalista en el mejor sentido—, activos, no dados a ociosas especulaciones ni a distinciones lógico-teológicas sutiles, sino llenos de conciencia y seriedad. Los rabinos detallan cietas diferencias teológicas entre Galilea y Judea. Sin mencionarlas aquí, no abrigamos duda alguna al decir que muestran una piedad práctica más seria, y una vida más estricta, y menos adhesión a aquellas distinciones fariseaicas que tan frecuentemente vaciaban la ley de su sentido. Por otra parte, el Talmud acusa a los galileos de descuidar el tradicionalismo; de aprender de un maestro, y después de otro (quizá porque sólo tenían rabinos ambulantes, y no academias permanentes); y de ser incapaces de llegar a las alturas de las distinciones y explicaciones rabínicas. Que su sangre ardiente los hacía más bien pendencieros, y que vivían en un estado crónico de rebelíon contra Roma, son cosas que sabemos no sólo gracias a Josefo, sino también por el Nuevo Testamento (Lc. 13:2; Hch. 5:37). Su hebreo mal pronunciado, o más bien la incapacidad que tenían para pronunciar de manera apropiada las guturales, eran un constante tema de ingenio y burla, y era tan común que hasta los siervos en el palacio del sumo sacerdote pudieron dirigirse a Pedro y decirle: «De seguro que tú también eres uno de ellos, porque hasta su manera de hablar te descubre» (Mt. 26:73), comentario que, desde pasada, ilustra el hecho de que el lenguaje comúmmente empleado en tiempos de Cristo en Palestina era el arameo, no el griego. Josefo describe a los galileos como trabajadores, varoniles y valientes; incluso el Talmud admite (Jer. IV. 14) que se preocupaban más por el honor que por el dinero.
Alguien más importante que toda la belleza de Galilea
Pero el distrito de Galilea al que la mente siempre vuelve es el de alrdedor de la ribera de su lago. Su belleza, su maravillosa vegetación, sus productos casi tropicales, su riqueza o abundancia de población, han sido frecuentemente descritas. Los rabinos derivan el nombre de Genesaret bien de un arpa —debido a que los frutos de sus costas eran tan dulces como el son del arpa— o bien lo explican como significado «los jardines de los príncipes», por las hermosas villas y jardines a su alrededor. Pero pensamos principalmente no en aquellos fértiles campos y arboledas, ni en el intenso azul del lago, enerrado entre colinas, ni en las activas ciudades, ni en las blancas velas extendidas sobre sus aguas, sino en Aquel cuyos pies caminaron por sus costas; Aquel que enseñó, y trabajó, y allí oró por nosotros pecadores; que anduvo sobre sus aguas y apaciguó sus tempestades, y que incluso tras su resurrección tuvo allí una entrañable conversación con sus discípulos; sí, en Aquel cuyas últimas palabras sobre la tierra, dichas allí, nos llegan con un peculiar significación y aplicación, al observar en nuestros días los perturbadores elementos en el mundo que nos rodea: «¿Qué te va a ti? Tú, sígueme» (Jn. 21:22).
Extraído textualmente del libro: Usos y Costumbres de los Judíos en los Tiempos de Cristo. Capítulo III: En Galilea en la época de nuestro Señor, pág 51-61.