Zacur Córdova Mesina
¿Cómo era Palestina hace dieciocho siglos?
Sucedió una vez, según se encuentra en uno de los más antiguos comentarios hebreos, que el rabí Jonatán estaba sentado bajo una higuera, rodeado por sus estudiantes. Repentinamente se dio cuenta de cómo el maduro fruto encima, abriéndose debido a su riqueza, dejaba caer su delicioso jugo al suelo, mientras que a poca distancia la distendida ubre de una cabra se mostraba incapaz de retener la leche.
«He aquí», exclamó el rabí, al mezclarse ambas corrientes, «el cumplimiento literal de la promesa: "una tierra que fluye leche y miel"» «La tierra de Israel no carece de ningún tipo de producto», argüía el rabí Meir: «como está escrito (Dt. 8:9): ni te faltará nada en ella».
Y estaba en lo cierto, no eran palabras sin fundamento, era lo que él estaba viendo, el lugar en el que estaba viviendo. La tierra de palestina posee una gran variedad de climas:
La nieve del Hermón.
El frescor del Líbano.
El calor moderado del lago de Galilea.
El tórrido calor tropical del Valle del Jordán.
Entre otros.
Contar con una variedad de climas, no solo les permitió tener árboles frutales, cereales y hortalizas de las zonas templadas, sino también las raras especias y perfumes de las zonas más calurosas de aquella región. De manera similar, se dice que había peces de todo tipo en las aguas. Los bosques y los cielos estaban llenos de aves que cantaban con plumajes de los más vistosos colores.
Se cuenta, que en la ribera oriental del Jordán se extendían anchas planicies, valles elevados, agradables bosques y territorios cerealeros y de pastos casi ilimitados; en la ribera occidental se encontraban colinas llenas de terrazas, cubiertas de olivos y vides, deleitosas cañadas, por las que pasaban murmurantes arroyos, con una belleza inimaginable.
En lontananza se extendía el gran mar, punteado por extendidas velas; aquí se encontraban lujosas riquezas, como las antiguas posesiones de Isacar, Manasés y Efraín; y allí, más allá de estas llanuras y valles, las tierras altas de Judá, descendiendo a través de las tierras de pastos del Negev, o país del Sur, hacia el gran y terrible desierto. Ciertamente, era un mundo antiguo maravilloso.
Uno de los comentaristas y eruditos judíos escribe que, solo en la tierra de Israel se ha manifestado la Shekiná. Israel ha sido bendecido por Dios desde tiempos antiguos, con riquezas como plata y oro, el sacerdocio, el tabernáculo, el templo, la casa de David, el altar, el oficio de los ancianos etc. Ciertamente, Israel tiene un valor indiscutible en relación a otras naciones por las bendiciones espirituales mas que materiales, eso le da un valor único (parafraseando sus palabras).
Para Israel, era entendible que las naciones paganas adoraran a deidades propias de su nación. Sus dioses y estatuas podían ser transportadas, los ritos adaptados a los modos extranjeros. Pero el judaísmo, adoraba al Señor, Dios de los cielos y de la tierra, y sus ritos, instituciones religiosas, estilo de vida y conocimiento de carácter religioso era algo que concernía a Israel, estrictamente de ellos y para ellos. Es inconcebible (para ellos) un judaísmo sin sacerdocio, sin altar, sin templo, sin sacrificios, sin ofrendas, diezmos, primicias, sin años sabáticos y de jubileo. Si esto sucediera, tendrían que dejar literalmente al Pentateuco de lado y hacer como que nunca fue escrito. Es más, son tan radicales y patriotas, política y religiosamente, que fuera de la tierra, ni siquiera el pueblo es ya más Israel: a la vista de los gentiles, son judíos; desde su propia perspectiva, «los de la dispersión».
Los rabinos no podía dejar de ser conscientes de esto. Por ello, cuando inmediatamente después de la destrucción de Jerusalén por Tito, emprendieron tarea de reconstruir su quebrantada comunidad, fue desde luego sobre una nueva base, pero aún desde dentro de Palestina.
Palestina fue el monte Sinaí del rabinismo (por decirlo de algún modo). Fue ahí, donde se centró durante los primeros siglos, la erudición, influencia y gobierno del judaísmo; y les hubiera encantado perpetuarlo. Los primeros intentos de rivalidad por parte de las escuelas de erudición judía en Babilonia fueron agudamente resentidos y reprimidos. Tras años de vivencias y mediante diversas circunstancias, los rabinos, voluntariamente buscaron la seguridad y libertad en los antiguos hogares de su cautiverio, donde sin trabas políticas, pudieron dar por completado su sistema.
El deseo de los rabinos, de aquel tiempo, era preservar la nación y su erudición en la tierra de Palestina. A continuación, podrás leer algunos sentimientos que se desencadenaron con el sentir de aquellos líderes judíos:
El mismo aire de Palestina hace sabio al que lo respira.
No hay sabiduría como la de Palestina.
Vivir en Palestina era igual a la observancia de todos los mandamientos.
El que tiene su morada permanente en Palestina, tiene la certidumbre de la vida venidera.
Tres cosas son de Israel por medio del sufrimiento: Palestina, la sabiduría tradicional, y el mundo venidero.
Y para tu sorpresa, la desolación de Israel y el templo, no desvaneció este sentimiento. En los siglos tercero y cuarto de nuestra era seguían enseñando: «El que more en Palestina está exento de pecado.»
Los siglos de peregrinación y de cambios no han hecho desaparecer el apasionado amor hacia esta tierra del corazón del pueblo. Algo más, si el Talmud había ya enunciado el principio de que «Todo el que sea sepultado en la tierra de Israel, es como si estuviera sepultado bajo el altar», uno de los más antiguos comentarios hebreos (Ber. Rabba) va mucho más lejos. En base a la instrucción de Jacob y José, y del deseo de los padres de ser sepultados dentro de la tierra de Israel, se argumenta que aquellos que yacen allí serán los primeros «en andar delante del Señor en la tierra de los vivientes» (Sal. 116:9), los primeros en resucitar de los muertos y en gozar de los días del Mesías.
Esto te parecerá loco, pero es así. Para no privar (dice el escritor) de su recompensa a los piadosos que no tuvieran el privilegio de residir en Palestina, se añadía que Dios haría vías y pasajes subterráneos hacia la Tierra Santa, y que, cuando el polvo de ellos llegara a ella, el Espíritu del Señor los levantaría a nueva vida, como está escrito (Ez. 37:12-14):
Ezequiel 37:12-14 | La Biblia de las Américas Por tanto, profetiza, y diles: «Así dice el Señor Dios: “He aquí, abriré vuestros sepulcros y os haré subir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy el Señor, cuando abra vuestros sepulcros y os haga subir de vuestros sepulcros, pueblo mío.Pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os pondré en vuestra tierra. Entonces sabréis que yo, el Señor, he hablado y lo he hecho” —declara el Señor».
Muchas oraciones e himnos de los judíos hablan sobre su amor por Palestina. Pero a su vez, casi la totalidad comunican y expresan su continuo lamento (hasta el día de hoy) por la pérdida de Sión, o expresar el reprimido anhelo por su restauración.
A continuación, podrás leer un extracto de una oración sacada de uno de los más antiguos fragmentos de la liturgia judía, y repetida, probablemente durante dos mil años, cada día por cada judío:
Desolados, se aferran a sus ruinas, y creen, esperan y oran —¡con cuánto ardor! en casi cada oración— por el tiempo que vendrá, tendrá restaurada, al mandato del Señor, su juventud, belleza y feracidad, y en el Mesías Rey «será levantado cuerno de salvación» para la casa de David.
Pero es cierto, ningún lugar en la historia ha podido quedar más barrido de recuerdos que Israel (como lo observa un reciente escritor). En la misma Jerusalén incluso las características topográficas, los valles, las depresiones y las colinas, han cambiado, o al menos yacen sepultadas bajo las ruinas acumuladas de los siglos. Casi parece como si el Señor hubiera querido hacer con la tierra lo que hizo Ezequías con aquella reliquia de Moisés —la serpiente de bronce— cuando la rompió a pedazos, para que su memoria sagrada no la convirtiera en oportunidad de idolatría. La disposición de la tierra y de las aguas, de montes y valles, es la misma. Hebrón, Belén, el monte de los Olivos, Nazaret, el lago de Genesaret, la tierra de Galilea, siguen ahí, pero todo ha cambiado de forma y apariencia, y sin ningún lugar definido al que uno puede asignarle con certidumbre absoluta los más sagrados acontecimientos. Así, son acontecimientos, no lugares; realidades espirituales, no sus alrededores externos, lo que ha recibido la humanidad en la tierra de Palestina.
Dice el Talmud Babilónico «Mientras Israel habitaba en Palestina, el país era ancho; pero ahora se ha estrechado». Hay mucha verdad histórica subyaciendo en esta curiosa declaración. Cada sucesivo cambio dejó más estrechos los límites de Tierra Santa. Nunca ha llegado a alcanzar de una manera real la extensión indicada en la promesa original a Abraham (Éx. 23:31). A lo que más se acercó fue durante el reinado del rey David, cuando el poder de Judá se extendió hasta el río Éufrates (2 S. 8:3-14). En la actualidad, el país que recibe el nombre de Palestina es más pequeño que en cualquier periodo subyacente.
Como en la antigüedad, sigue extendiéndose de norte a sur, «de Dan a Berseba»; este a oeste desde Salah (la moderna Sulkhad) hasta el «el gran mar», el Mediterráneo. Su área superficial es de alrededor de 31.100 kilómetros cuadrados, con una longitud de entre 225 y 290 kilómetros, y una anchura al sur de alrededor de 120 kilómetros, y de entre 160 y 190 kilómetros al norte. Para decirlo de una manera más gráfica, la moderna Palestina es alrededor de dos veces la superficie de Gales; es más pequeña que Holanda, y alrededor del mismo tamaño que Bélgica. Además, desde las cimas más elevadas se puede contemplar casi todo el país.
¡Así de pequeña era la tierra, y de donde Él escogió como escenario de los más maravillosos acontecimientos que jamás tuvieran lugar en la tierra, y de donde Él dispuso que la luz y la vida se derramaran por todo el mundo!
Ahora bien, esto debemos tener en cuenta, cuando el Señor Jesús pisó el suelo de Palestina, el país había sufrido ya muchos cambios:
La antigua división tribal había ya desaparecido.
Los dos reinos de Judá y de Israel habían dejado de existir.
Las diversas denominaciones extranjeras, así como el breve periodo de absoluta independencia nacional, desaparecieron.
Aun así, el pasado no se había perdido del todo, los nombres de las antiguas tribus según identificando algunas de los distritos anteriormente ocupados por ellas (Mt. 4:13, 15). En el libro de Esdras y Nehemías (uno de mis favoritos), se relata que una cantidad relativamente pequeña de exiliados habían vuelto a Jerusalén y sus alrededores.
En los tiempos del nacimiento de Cristo, Palestina estaba dominada por Herodes el Grande; esto es, era nominalmente un reino independiente, pero como protectorado de Roma. A la muerte de Herodes —esto es, poco después de comenzar la historia evangélica— tuvo lugar una nueva, aunque temporal, división de sus dominios. Los acontecimientos relacionados con ello ilustran de una manera plana la parábola del Señor Jesús, registrada en Lc. 19:12-15, 27.
La muerte de Herodes y los cambios
Herodes murió como había vivido, cruel y pérfido. Pocos días antes de su fin volvió a cambiar otra vez su testamento, y designó a Arquelao como su sucesor en el reino; Herodes Antipas (el Herodes de los evangelios), tetrarca de Galilea y de Perea; y Felipe, tetrarca de Gaulonitis, Traconite, Batanea y Panias.
Tan pronto las circunstancias lo permitieron tras la muerte de Herodes, y después de haber aplastado una rebelión en Jerusalén, Arquelao se apresuró a acudir a Roma para obtener la confirmación del testamento de su padre. Fue de inmediato seguido por su hermano Herodes Antipas, que en un anterior testamento de Herodes había recibido lo que ahora Arquelao reclamaba. Y los dos no se encontraron solos en Roma. Descubrieron allí que ya habían llegado varios de la familia de Herodes, cada uno de ellos reclamando algo, pero todos concordaban en que preferían no tener a nadie de su familia como rey, y que el país quedara bajo dominio de Roma: en todo caso, preferían a Herodes Antipas antes que a Arquelao.
Pero la decisión formal fue pospuesta por un tiempo debido a una nueva insurrección en Judea, que fue aplastada con dificultad. Mientras tanto, apareció en Roma una disputación judía, suplicando que ninguno de los herodianos fuera designado rey, a causa de sus acciones infames, que denunciaron, pidiendo que se les permitiera a ellos (a los judíos) vivir conforme a sus propias leyes bajo la protección de Roma. Augusto decidió finalmente cumplir el testamento de Herodes, pero dando a Arquelao el título de etnarca en lugar de rey, prometiéndole el mayor título si se mostraba merecedor de él (Mt. 2:22).
De regreso a Judea
Al regresar a Judea, Arquelao (según la historia en la parábola) tomó sangrienta venganza sobre «sus conciudadanos [que] le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros». El reinado de Arquelao no duró mucho tiempo. Llegaron de Judea quejas nuevas y más intensas. Arquelao fue depuesto, y Judea fue anexionada a la provincia romana de Siria, pero con procurador propio. Los ingresos de Arquelao, en tanto que reinó, ascendían a considerablemente más de 7 millones de denarios anuales; los de sus hermanos, respectivamente, a una tercera y una sexta parte de esta suma. Pero esto no era nada en comparación con los ingresos de Herodes el Grande, que ascendían a la enorme cantidad de 20 millones de denarios, y posteriormente de Agripa II, que se calcula como de hasta 15 millones.
Al pensar en estas cifras, es necesario tener presente la general baratura de la vida en Palestina en aquellos tiempos, que puede deducirse de la pequeña de las monedas en circulación y a lo barato del mercado laboral. Un denario equivalía a ciento veintiocho perutahs, la moneda judía más pequeña.
Los lectores del Nuevo Testamento recordarán que el obrero recibía un denario por su trabajo de un día en el campo o la viña (Mt. 2:22), en tanto que el buen samaritano pagó solo dos denarios por la atención al herido que dejó en la posada (Lc. 10:35).
Todo esto es un buen e interesante tema, y nos estamos anticipando a lo que trataremos más adelante (si el Señor lo permite). Nuestro principal objetivo de este artículo era explicar la división de Palestina en los tiempos del Señor Jesús.
En resumen:
Esta división, políticamente, consistía de Judea y Samaria, bajo procuradores romanos; de Galilea y Perea (al otro lado del Jordán), sujetas a Herodes Antipas, el asesino de Juan el Bautista; y Batanea, Traconite y Auranites, bajo el dominio del tetrarca Felipe. Se precisaría de demasiados detalles para describir adecuadamente estas últimas provincias. Será suficiente decir que se encontraban al noreste, y que una de sus principales ciudades era Cesarea de Filipos (llamada así por el emperador de roma y por el mismo Felipe), donde Pedro hizo su noble confesión, que constituyó la roca sobre la que la iglesia iba a ser levantada (Mt. 161:16; Mr. 8:29) Fue la mujer de este Felipe, el mejor de todos los hijos de Herodes, la que fue inducida por su cuñado, Herodes Antipas, a abandonar a su marido, y por cuya causa fue decapitado Juan (Mt. 14:3, etc.; Mr. 6:7; Lc. 3:19). Es cosa bien sabida que esta adúltera e incestuosa unión causó a Herodes problemas y sufrimientos inmediatos, y que finalmente le costó el reino y su destierro de por vida.
Ésta era la división política de Palestina. Comúnmente se constituía de Galilea, Samaria, Judea y Perea. Apenas si será necesario decir que los judíos no consideraban a Samaria como perteneciente a Tierra Santa, sino como una franja de territorio extranjero —tal como la designa el Talmud.
Tomado del libro: Usos y costumbres de los judíos en los tiempos de Cristo.
Capítulo 1: Palestina hace dieciocho siglos
Por Alfred Edersheim.